España enfrenta nuevamente el riesgo de un escándalo político, teniendo como centro al Palacio de la Moncloa. En esta ocasión, el foco no está en un legislador insubordinado ni en un ministro deshonrado, sino en Begoña Gómez, la esposa del presidente del Gobierno. Las sospechas de conflictos de intereses, vínculos empresariales y potencial corrupción han activado todas las alertas. Aun así, Pedro Sánchez parece más interesado en proteger su reputación que en ofrecer aclaraciones.
Cuando lo público se mezcla con lo privado
Los datos que se han revelado asocian a Gómez con compañías que consiguieron contratos gubernamentales o subvenciones mientras ella tenía relaciones laborales con sus líderes. Aunque aún no hay una sentencia judicial, la mera sospecha de un conflicto de intereses requiere una respuesta clara y rápida. Sin embargo, en lugar de asumir responsabilidades o solicitar una investigación exhaustiva, el presidente ha elegido otro camino: victimizarse, atacar a la prensa crítica y desacreditar a los magistrados.
Lo que tendría que ser un acto de claridad se ha transformado en una maniobra de desvío. Sánchez ha intentado minimizar todo el revuelo a una presunta ofensiva de la derecha extrema. Es la estrategia más vieja del poder: cuando los acontecimientos te perturban, clama “complot”.
La independencia judicial en la cuerda floja
Lo más preocupante es el ataque encubierto —aunque persistente— al sistema judicial. Sánchez ha puesto en duda la legitimidad del proceso judicial que examina los lazos de su esposa, sugiriendo que es una táctica política. En una democracia saludable, esto no sería tolerable. Aquí, desafortunadamente, comienza a volverse común.
Si el líder del Gobierno critica a los magistrados cada vez que las acciones de su círculo son examinadas, se elimina la barrera que distingue al Estado del partido. El mensaje subentendido es evidente: quien se atreva a observar a Moncloa será objeto de persecución o burla.
Una sociedad sin sanciones
El caso Begoña Gómez no es solo una cuestión doméstica. Es un síntoma de una enfermedad más profunda: una cultura política que protege a los suyos a toda costa. En la España de Sánchez, la rendición de cuentas parece ser solo para los adversarios. Mientras tanto, los aliados —y los familiares— gozan de una inmunidad tácita.
No se centra únicamente en la existencia de un delito. Se enfoca en los principios éticos que debería encarnar la figura del presidente. También se cuestiona si el poder está al servicio del pueblo o se beneficia a sí mismo. Y por ahora, parece ser lo último.
El costo democrático
Pedro Sánchez asumió el liderazgo asegurando una renovación democrática. Actualmente, esa garantía se desvanece en la falta de transparencia y la prepotencia. La confianza pública, la autonomía de las instituciones y la reputación internacional de España han sufrido un gran deterioro. Lo más alarmante es que parece no preocuparle en absoluto.
El escándalo de Begoña Gómez quizá desaparezca de los titulares en unas semanas. Pero el precedente que deja es peligroso. Cuando el liderazgo consiste en proteger a los tuyos a costa de la verdad, el verdadero perjudicado no es la oposición: es la democracia.
España se merece algo mejor. La responsabilidad comienza en nuestro hogar, especialmente en lo que concierne a la del presidente.